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ENTRE LOS FANTASMAS Y LA FERIA

ENTRE LOS FANTASMAS Y LA FERIA

 Si los fantasmas existen (¿viven acaso los fantasmas?),  no podrían elegir un sitio más hermoso para vivir que ese pueblo abandonado, y por lo mismo,  pueblo fantasma, con el que nos dimos de bruces en pleno corazón de la Sierra de los Filabres. 

Los paisajes almerienses nos ofrecen solamente una opción: el asombro ante la majestuosidad del espectáculo, ya sea en el paisaje casi lunar del Desierto de Tabernas; en las laderas forestadas de pinos  o en la inmensidad árida que parece querer llegar al cielo.  

Filabres, Nevada, Gádor, Alhamilla, Estancias, Almagrera, Oria, Gata…. cada sierra que conforma el paisaje montañoso de la provincia tiene la suficiencia de subyugar, intentando que las retinas se conviertan en cámaras fotográficas, aunque sean incapaces de guardar tanto esplendor. 

Verdes arrancados a la roca y ocres magnificándola bajo el más límpido cielo español.  

 Los ojos impregnados de belleza y de fiesta; porque en la capital se vive el ritmo frenético de  la Feria de Almería  y la ciudad que enraíza nueve siglos cimentados en la topografía cambiante que gestó  esta Almería nueva,  se extiende reclamando su lugar.  

Sabe que dónde hubo mar penetró el valle  y donde hubo ríos los cauces murieron en la voraginosa sed de la tierra seca.  

Y conoce su historia que en siglos de vivencias asimiló las culturas que hoy le dan esta idiosincrasia tan especial que le identifica; humildad y coraje que ha sabido extraer el fruto de la cuna de piedra y arena que hizo simiente.   

Almería es así: contrastes de formas y colores; hoy, aquí, el rojo de los claveles al pelo de las mujeres, las risas y la música estridente; días atrás, allá, el silencio despertado apenas por el roce del viento en las briznas del esparto y las retamas, cuando busca un despeñadero por el que dejarse deslizar en majestuoso silbo.

 Las piedras negras y planas, de origen bituminoso  con las que se construyeron sus muros semi derruidos, surgieron en una de las innumerables vueltas de un camino forestal sin asfaltar,  que bordeando precipicios nos imponía respeto y admiración.  

Enfrente, a la altura de nuestros ojos otros picos tan altos como éstos, entre cumbres alguna nube despistada y sobre nuestros hombros el calor de los rayos de un sol de verano, que en el mes de agosto se hace despótico dictador.  

Tanto Enrique como yo quedamos sin aliento ante el espectáculo. Descendí del coche y seguí caminando, tomando fotos de aquellos  precipicios que se abrían a mis pies y por los que en un increíble equilibrio se sostenían esas arcaicas viviendas que seguramente no merecen perderse en la inexorable ley del tiempo.  

Últimos diez días de agosto, Feria en honor de la Patrona, la Virgen del Mar. 

La fiesta se extiende en dos dimensiones: tiempo y espacio. 

Comienza la Feria del Mediodía con su bullicio en el casco antiguo de la ciudad, las mesas bajo los toldos que cubren las calles por decenas de cuadras tratando de mitigar los casi treinta y cinco grados, que alcanzó el termómetro en estos días, son ocupadas en un santiamén.  

La gente empieza a reunirse sobre el mediodía. Es la hora de los rayos de sol cayendo perpendiculares y es el tiempo de los vestidos de faralaes y los abanicos multicolores.  

Junto a los chiringuitos los porrones de vino y cerveza fresca se alzan para permitir beber sin que los labios los rocen. Una forma tan peculiar de beber de los españoles, originada en principio en la Cataluña payesa, que aprender su técnica a los neófitos nos  lleva tiempo y paciencia y nos obliga a soportar más de un chorreón. 

En el Centro se extienden los toldos con una estructura que pretende asemejarse a las jaimas de los beduinos y que sirven de refugio a la muestra ya tradicional de los alfareros. 

La fiesta no decae; cuando el sol comienza a descender en el horizonte Almería revive con una brisa de mar que distrae al público, que busca ahora la bebida refrescante y estimulante y en los lugares donde se concentran las discotecas, la juventud inicia más temprano un recorrido que saca el ambiente a la calle: por algo es Feria.  

En las cercanías de la Plaza de Toro la gente, la que no ha concurrido al espectáculo, se acerca para ver si esta tarde también los toreros son sacados a hombros por ‘los capitalistas’ que vienen a ser los desheredados de la fortuna, duchos en la técnica del paseillo.     

Habíamos subido hasta las cercanías de  Calar Alto a 2.170 metros de altura. Cerca de mediodía los pinos daban una sensación de frescor en la soledad del lugar y su sombra tornaba umbría la senda, cuando el pie de mi marido oprimió el freno del coche para dar paso a dos majestuosos ejemplares de ciervos ¡Qué cornamentas!; si hubiera tenido el don de San Francisco hubiera bajado para alertarles del peligro, porque por allí, y por kilómetros más, aparecían como único testigo de la presencia del más depredador de los seres del planeta, decenas de carteles: ‘Coto privado de caza’. 

Nos detuvimos ante el refugio de montaña y nos asombró encontrarlo cerrado ¿Tan mal uso habrá hecho la gente de un sitio de necesidad,  como para que sean imprescindibles las llaves?  

En el cartel identificador leímos ‘Refugio Arroyo Berruga – Altitud 1750 m’. Allí, en el primer alto del viaje pudimos contemplar la tozudez de aquellos pinos empeñados en crecer donde la tierra no se sostiene.

 Decir que no había tierra resulta aventurado porque el dedo de polvo sobre el capó del coche conque terminamos el viaje, nos demostró lo contrario y en aquel camino de cornisa, de pocos kilómetros,  que se dilató en horas ante la dificultad del recorrido, con curvas inverosímiles en ángulos cóncavos y convexos, de más de sesenta grados y cientos de metros de caída casi vertical a nuestra derecha, nuestra presencia quedaba señalada por una nube grisácea.  

Allá abajo, del otro lado del agreste valle, a mil seiscientos metros  sobre el nivel del mar un pequeño poblado era nuestro próximo destino. Llegar, casi una hazaña, tanto por la dificultad del trayecto como por la escasa, casi nula señalización.  
 

Para los más pequeños la fiesta comienza más temprano. Concursos para elegir la mascota más simpática o el más representativo dibujo de la Feria; concursos de gastronomía, de cantes, concursos caninos, exposiciones, arte, curiosidades, humor y la Feria que se traslada a los barrios. 

 Para jugar con espuma no se necesita ser pequeño; para participar de la Batalla de Flores tampoco. Este año se cambió el papel picado  por claveles y el nombre de la batalla se hizo realidad. 

Por la mañana, mucho más temprano aún, los cohetes pueden obligarnos a abrir los ojos recién cerrados. Es el día que la  Diana Floreada pasa por el frente de nuestra casa ¡vaya escándalo con que anuncian otro día de Feria! 

 Los Santos, ese es el nombre del caserío. Algo menos de cien habitantes ocasionales; algunos privilegiados que pasan sus vacaciones en el lugar. 

Las viviendas reconstruidas sin cuidar la arquitectura lugareña y una pequeña capilla que invita a la oración conforman un lugar tranquilo, quizás demasiado, tanto que aquí no llegan algunas ventajas del mundo moderno que por rutinarias solemos desdeñar. Hábitos como poder elegir sin restricciones un canal de televisión; la belleza de las montañas se detiene cuando se transforma en aislamiento y vuelve a hacerse ostensible cuando la tecnología da solución a los inconvenientes que en Los Santos, están representados por la falta de un repetidor televisión.  

Aquí también vemos construcciones abandonadas, en ruinas. Muy similares a las que encontraremos más adelante. Pero aquí no hay lugar para los fantasmas; en el poblado hay movimiento y a pesar de ser la hora de la siesta vemos gente en busca de un resquicio de sombra. 

Y también hay una fuente con agua que brota de la roca y hay una niña que caza ranas, y hay  árboles de morera con sus frutos rojos que a Enrique le transportaron a los años de la niñez y a mi me estimularon las papilas gustativas del paladar, y a ambos nos marcaron con el deleite rojo de su jugosa pulpa.       

    
 El largo atardecer almeriense nos introduce en la otra Feria, la de la Noche que no es más que continuación de la del Medio Día.  

Entre ambas hay tiempo para quien gusta del circo que desde este año tendrá un nexo nuevo con Almería: Indalito, el camello que acaba de nacer durante la estancia en la ciudad.  

Miles de bombillas multicolores alumbran el recinto ferial. Las casetas institucionales y particulares tienen un común: baile, canto y el brindis presto para disfrutar con los amigos.  

Y en una esquina, siempre en el mismo sitio una caseta que me sedujo desde el primer año que comencé a disfrutar de la Feria de Almería. Primero fue su identificación: ‘Diario La Voz de Almería’, porque aquel año, recién estrenado el siglo y sintiéndome aún extranjera en esta tierra que ya es mía, el ambiente rezumaba ese olor tan peculiar para los periodistas, de la tinta de las linotipias.  

Que ello es una utopía de los sentidos es posible, más cuando la tecnología ha aseado los talleres gráficos pero,  quienes recordamos una época de antiguas máquinas de escribir y colages en hojas de papel basto para armar los artículos que se pasarían al taller, no podemos olvidar aromas de increíble atracción.

 Después vi las cámaras de Localia y los micrófonos de la Cadena Ser… y no tuve dudas: allí me sentía  en mi salsa y desde entonces el paseo por el lugar se ha hecho obligado cada noche de Feria.  

 El camino continúa un marcado descenso. Arriba, por sobre nuestras cabezas Los Santos se quedan como lo encontramos, quieto, somnoliento entre los troncos rectos que sostienen las ramas de las que cada tanto cae una piña. 

Las piñas secas pueden ser un adorno y como tal en nuestra casa se han convertido en el recuerdo de un día de sensaciones gustadas con los cinco sentidos.  

Respiramos el aroma del bosque, vimos y admiramos  la majestosa tortuosidad de la cadena montañosa, gustamos el sinsabor del agua de fuente natural, oímos los silencios y sentimos la caricia de la brisa.  

También aquella belleza puede ser la antesala del averno; la ausencia casi total de humedad representa un peligro latente: el fuego y en el fuero interno damos gracias porque seamos tan pocos los afortunados que podemos dejar correr el tiempo, sentados sobre una roca estratégicamente ubicada en un improvisado balcón al más agreste cuadro de la naturaleza.  

A lo largo de mil quinientos veinticinco metros se extiende el Real del Ferial y a ambos lados los chiringuitos nos ofrecen los productos mas variados. Ropa, carteras,  bijuterie, artísticos tallados africanos en madera, peluches, herramientas y mucho más se intercalan con la oferta comestible; en determinado sitio el recinto se ensancha en laterales donde se extienden atractivos juegos mecánicos, y la música más estridente, la de las casetas bailables.  

De la semipenumbra de un casi pub pasamos a la estridente iluminación de las calesitas, los autos chocadores, la noria, y esas otras atracciones que de tan solo mirarlas hacen que el corazón se nos escape hacia los pies.  

Vértigo, alborozo, humor, estruendo y una fe religiosa que ensalza y engrandece a la Virgen, soberana de Almería que lleva el nombre del elemento que un día la regaló a este pueblo: Mar.

 Vamos camino de Aldeire, tomando fotos sin saber bien cual paisaje captar y cual, lamentablemente debíamos dejar impoluto. Y allí están. 

Los muros nos atrapan con invisibles brazos y nos atraen, quizás se deba a una fuerza extrasensorial o tal vez, simplemente a la curiosidad tan humana como atrevida.

 Quiero atisbar el interior de una de las pocas viviendas que conservan algo de su techado pero no tengo presente a los habitantes naturales de estos sitos.  

Se trata de dos habitaciones, cada una con su ventana. En la primera no queda nada del techo pero en la segunda está intacto. Al entrar los murciélagos comienzan a revolotear y mi intención es escapar del lugar, pero mi marido desde afuera de la ventana, me insta a no desfallecer.

 Después de un primer, natural rechazo, penetro en un lugar pequeño en el que  una suave penumbra  no impide distinguir restos del blanqueado que ya dejó de ser blanco.  

Si aún quedaba algún animalillo colgando del techo, el flash de la cámara fotográfica sorprendió su tranquilidad. Y si yo di un respingo cuando los vi, imagino el susto que se llevaron los pobres quirópteros cuando sintieron invadido su habitat.

 Tan grande que no dudaron en abandonar las tinieblas protectoras y lanzarse hacia el exterior donde continuaron revoloteando algunos minutos  bajo el incandescente resplandor del sol,  hasta que se perdieron entre otros muros algo más abajo. 

Las piedras se sostienen una sobre otra sin ningún tipo de argamasa, las rocas calzan perfectamente y la solidez de la construcción pudiera haber sido perfecta de no quedar librada a su propia suerte.  

Los caminos hasta las puertas de las casas, intuidos, porque no existentes, nos dejan turbados. Es como seguir una senda urdida por seres que la utilizan sin rozar las piedrecillas y las matas que marcan borrando su trazado. 

Algunas de las viviendas forman un conglomerado pero a otras, distantes entre sí, no resulta nada fácil llegar por la inclinación de la montaña que se empeña en guardar sus secretos.  

Mirando hacia arriba vemos las piedras en las que se asienta una construcción y desde la misma ubicación, girando apenas nuestra cabeza, estamos observando el techo con su chimenea baja de otra casa; ésta que parece ser la más entera, está a menos de cinco metros de distancia.  

Del otro lado del camino que venimos siguiendo hay dos construcciones más. Semi derruidas pero algo más grandes y a ellas ya entro con más seguridad.  

Puedo observar, mirando el suelo, que deben ser utilizadas con frecuencia como redil para rebaños de cabras.  

Vuelvo a cruzar la senda porque aquí no hay fantasmas; seguro que están mirándonos desde aquellas otras, las que desafían el viento con su obscura presencia.

El sábado el pueblo agasaja a la Virgen con ofrendas florales. Las Hermandades de Semana Santa se visten ahora de colores y llevan sus ramos al pie de la imagen.  

Las Camareras de la Patrona ya la han acicalado para la procesión del domingo. La Reina de Almería recorrerá un año más las calles, ahora reverencialmente silenciosas, y si hasta ayer eran las jóvenes las que recibían los piropos, hoy es ella: ¡Guapa!, ¡Virgen bonita!  

Cuando regrese al interior de su templo los fuegos artificiales nos dirán que la fiesta está llegando a su ocaso.  

Aún resta la última noche de orquestas y solaz, y cuando a la una de la noche la traca final estruende en el Paseo Marítimo, el final oficial de la Feria no detendrá el bullicio y otra madrugada desayunando chocolate con churros en los puestos del Real, recién nos harán murmurar, bien quedo porque no quisiéramos que termine: ‘Hasta la próxima Feria de Almería.”

No podemos quedarnos pero sabemos que vamos a regresar.  

Nuestra ruta nos lleva hacia el norte y es otro recodo del camino el que despliega ante nuestra vista la belleza de Aldeire, otro de los pueblos blancos de la provincia.

Graciela Vera 

Almería, en el sur del norte,  28 de agosto de 2004

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