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POR LOS PUEBLOS DE ALMERÍA

POR LOS PUEBLOS DE ALMERÍA

        UNA VISITA A DALÍAS Y SU ENTORNO

Dejamos atrás un mar del color del acero. Un mar seco donde las olas son los desniveles de altura de los plásticos que cubren, hectárea tras hectárea, el poniente almeriense.

Los invernaderos, fuente de riquezas, con suficiencia para transformar en pocas décadas la economía y la forma de vida de la provincia, parecen abrazar cada uno de los pueblos que van surgiendo ante nuestra vista. 

El viajero desprevenido puede ser sorprendido por lo que, a primera vista puede considerarse un caos, propio de la lucha por la supervivencia de las poblaciones ante el empuje del nailon que parece querer engullirlas.

Sin embargo, a poco de observar el paisaje encontramos al hombre atrayendo, ofreciendo, no permitiendo el espacio abierto entre su hábitat y los invernaderos para los que, como en ofrenda, busca más suelo, más roca donde crear vergeles. Son las ciudades como El Ejido, como Dalías o Berja, los núcleos poblados como La Puebla de Vicar, La Mojonera…, los que no dejan que los plásticos se alejen de ellos.

Pasamos por la ciudad de El Ejido, pujante y moderna, y si no nos detenemos en comentarios es porque para ella seleccionamos un espacio aparte. El Ejido requiere conocer la historia, haber visto la comarca pocos años atrás para entender toda la magnitud de lo que se presenta ante nuestros ojos.

Si hasta ayer fue la grandeza de la naturaleza en su más pura expresión, de las sierras ofreciendo sus cumbres y de las rocas en toda la agreste expresión de una tierra sedienta, la que atrapó nuestros sentidos, ahora es la mano del hombre la que nos sobrecoge al conseguir de esa misma sed de agua, un vergel que hace que la región sea conocida como ‘la huerta de Europa’.


EN EL COMIENZO DE LA ALPUJARRA: DALÍAS


La Alpujarra almeriense se extiende en una continuidad de pueblos que iremos visitando para recrearnos en las peculiaridades de cada uno, se nos ocurren los nombres más cercanos a Dalías que es nuestro próximo destino: Pampanito, Balanegra, Santa María del Águila, Celín, Vacía Costales, Alcaudique, Pared de Fuente Nueva, Tarambana…, nombres pintorescos que en muchos casos reafirman la toponímia morisca de los lugares.

Descubrimos a Dalías al dejar un recodo del camino, entre los mismos mares, de hiriente brillo bajo el sol, que veníamos surcando y un verde de frutales y vides que emergen de tierras fértiles que supieron dar sus frutos en toda época.

Es una ciudad pequeña, la primera impresión al verla es la de una forma de pera de la que sobresalen la torre del Ayuntamiento y el edificio de la Iglesia.

Una iglesia que parece antigua pero que es nueva aunque podríamos decir que también parece nueva pero que se pierde en el tiempo.

Ambas expresiones estarían bien porque la iglesia es vieja pero está reconstruida tal como era la que hace casi una década sufrió los efectos devastadores del fuego.

Dijimos que cada pueblo tiene sus peculiaridades y en Dalías nos sorprende la separación edilicia que existe entre la iglesia, el amplio espacio convertido en calles para la circulación de su frente y la plaza del pueblo.

Los espacios libres que se cierran en pasajes, las calles que mantienen una contienda entre la tradición de vías angostas y modernas dobles vías.

Dalías es diferente y decirlo se nos ocurre casi un absurdo porque cada uno de los ciento dos pueblos de la provincia de Almería es diferente a los otros ciento un núcleos poblados donde la tradición se mantiene encerrada en la idiosincrasia de sus pobladores o se abre, sin perderse, a un turismo creciente.

Aquí tenemos la parte nueva, de espacios abiertos que conviven con el trazado irregular de las calles de una ciudad típicamente musulmana. Sus caserones de principios del siglo pasado y finales del anterior que pertenecieron a una burguesía agraria de gustos decimonónicos cuyos huertos dan un aroma especial al aire. Un ejemplo de esas construcciones es el Casino a pocos metros de la Iglesia.

Conocida como ‘el balcón de la Alpujarra al mar’, Dalías se encuentra a escasos doce kilómetros de la costa; concentra en torno a sí, tanta historia que sería imposible reseñarla en pocas líneas. Sus entrañas guardan indicios de la presencia del hombre desde el Neolítico; mucho después serían los iberos, después los romanos y posteriormente los árabes quienes hollarían su tierra.

En el siglo XIX, Dalías alcanzó un gran desarrollo gracias a las minas de galena argentífera y obtuvo por entonces el título de ciudad. Actualmente el bienestar de su gente se bifurca entre los invernaderos y el cultivo de la uva de mesa.


LA FIESTA


Pero el día grande de Dalías, ese en el que pierde la tranquilidad propia de su entorno y hasta el perfume que se aspira en sus calles huye y se difumina bajo el olor a pólvora, es el tercer domingo de septiembre.

Es el día en el que el pueblo procesiona al Santo Cristo de la Luz; las fiestas patronales se han desarrollado durante días pero en esta fecha la ciudad entera parece explosionar en medio del estruendo de miles de cohetes.

La plaza se acondiciona desde temprano con ramilletes de cohetes prontos para hacerlos estallar. Primero serán los globos de colores los que escaparan hacia lo alto pero cuando el Cristo de la Luz asoma a la puerta principal de la iglesia el estruendo se torna ensordecedor.

Acompañará a la imagen que es llevada en andas por sus devotos por las calles dalienses y a su regreso, cuando se acerque nuevamente al templo, entonces parecerá que las entrañas mismas de la tierra estallan. El ocre del humo y el rojo de las detonaciones forman una cortina casi imposible de traspasar. En ese momento Dalías parece estar viviendo su propio cataclismo.


EL MILAGRO DEL CRISTO DE LA LUZ

Nos detuvimos a almorzar en la Fonda Amalia y mientras degustábamos unas sabrosas migas y una ‘fritá’ de pimientos, Rosalía Fernández Gómez dejó por un momento su trabajo como anfitriona, para contarnos sobre aquella fiesta trágica.

No se supo, nos dice, si fueron las tantísimas velas encendidas que sofocaban el ambiente al cerrarse las puertas del templo o si uno de los muchos cohetes tuvo la culpa de lo sucedido.

Y Rosalía recuerda aquella trágica noche en la que la iglesia quedó destruida por el fuego. La gente ya descansaba después de la fiesta cuando unos jóvenes que pasaban por allí vieron que la iglesia estaba en llamas.

Llamaron al sacerdote que por la ventana, mientras se vestía y bajaba, les tiró las llaves de la puerta por donde los jóvenes entraron para tratar de salvar su tesoro más preciado: la talla del Cristo de la Luz.

El altar ya había comenzado a arder y, quemándose las manos, aquellos dalienses se esforzaban por descolgar la pesada imagen. Cuando lo lograron fue cuando ocurrió el milagro, porque no de otra forma podemos entender lo que sucedió.

Los jóvenes, llevando al Cristo de la Luz en vilo llegaron a la puerta del templo y estaban saliendo del mismo cuando se desplomó el techo en llamas.

Todo el pueblo estábamos allí, yo como la mayoría en ropa de dormir… vinieron los bomberos, la gente ayudaba a apagar el fuego… Rosalía se emociona al contarnos los detalles pero sonríe cuando le pedimos que pose junto a la imagen del Cristo que ocupa un lugar importante en el comedor.


CELÍN, EL CORTIJO DE DALÍAS

De Dalías, casi sin dejar una llegamos a la otra, estamos en Celín.

La población de Celín es pequeña, una cortijada de Dalías y así como en la primera destacamos entre los sitios para no omitir en una visita la iglesia parroquial en ésta, no podemos dejar de acercarnos al Templo Parroquial de San Miguel, construido en el siglo XVIII.

Las pocas cuadras que concentran a la población parecen desaparecer entre plantaciones, unas al aire libre, otras bajo plástico. Por calles angostas y desparejas subimos en busca del agua. Esa agua que en esta zona se deja canalizar y cae, corre con fuerza y se desliza en acequias de regadío.

Aquí, el agua tan deseada a pocos kilómetros canta una canción de vida.

Desandamos el camino y, ya de regreso, al pasar por Dalías nos detenemos frente a la Fuente de los Deseos. ¿El nuestro?, regresar, vivir su fiesta, disfrutar de su gastronomía y de la sencilla afabilidad de su gente.

Graciela Vera

Almería, el sur del norte, 26 septiembre 2004


                     

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