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DE TAPAS, TANGOS Y RUMANOS

DE TAPAS, TANGOS Y RUMANOS

 

No siendo exhaustiva conocedora de la historia del tapeo me permití recrearme en lo que quienes tienen raíces arraigadas en esta tierra, dicen al respecto.

Y así me encuentro con que el asunto no es para nada nuevo, parecería ser que fue el rey Alfonso X el Sabio (por algo el apodo), quién vivió entre 1221 y 1252, el que, quizás alarmado por la embriaguez de más de uno de sus súbditos, ordenó que en los mesones castellanos el vino no fuera servido si no era acompañado por algo de comida.

El nombre tapa proviene de la manera en la que en un principio se servía este ‘complemento alimenticio’ del vino: se colocaba sobre la boca de la jarra o vaso ya servido tapando el recipiente.

Pero como toda historia que en su momento no ha sido calibrada en su real importancia, la de las tapas, pasando de boca en boca, ha dado lugar a más interpretaciones o, mejor dicho, llevado su origen a distintas circunstancias, todas rondando el ámbito de una España real.

Y esta otra ‘leyen-historia’ de la tapa atribuye al Rey Alfonso XIII, nacido recién en 1886, seis siglos después que Alfonso X el Sabio, el protagonismo y ubica el lugar en Cádiz, en el Ventorrillo del Chato, una venta que sigue activa a pesar del tiempo transcurrido.

Parece ser que ese día había algo de viento que arrastraba arena y cuando el monarca pidió una copa de jerez, el camarero  tuvo la idea de colocar sobre la copa una loncha de jamón.

A la pregunta del Rey respondió que ponían esa loncha de jamón para evitar que el vino se desmereciese con la arena.

La idea gustó al Rey que pidió otra copa pero, aclarando que la quería con otra tapa igual. Los otros miembros de la Corte que acompañaban al Rey en aquel  viaje, pidieron que se les sirviera lo mismo.

Cualquiera de las dos historias podría ser la que dio nacimiento a la costumbre; personalmente prefiero la primera pero no descarto que la segunda tiene mucho de creíble.

Por aquellos años las tapas eran menos variadas y menos preparadas que hoy día. No pasaban de ser una loncha de jamón o algunas rodajas de chorizo u otro embutido o, en el peor de los casos una cuña de queso.

En el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se la define como: pequeña porción de algunos alimentos que se sirve como acompañamiento de una bebida en bares, tabernas, etc.

Las tapas forman parte de la literatura, Cervantes las llamaba en El Quijote ‘llamativos’ y Quevedo les daba el nombre de ‘avisos’ o ‘avisillos’.

No en toda España las tapas tienen el mismo nombre. En Aragón y Navarra se les llama ‘alifaras’, en el País Vasco ‘poteos’ y así recorreríamos toda la geografía peninsular hasta llegar a Almería.

Una capital relativamente pequeña donde se cuentan más bares que en toda Bélgica y se sirven tan buenas tapas que llega a ser reconocida por ellas.

Buenas en calidad y cantidades y buena variedad. Aquí no se pide una tapa además de la bebida… simplemente el vino o cerveza invariablemente viene acompañado de una tapa, generalmente a elección del cliente.

La variedad es tal que pueden necesitarse muchos litros de bebida para alcanzar a probar una cuarta parte de las tapas ofrecidas: tapas a base de pescados, mariscos y moluscos;  calientes como patatas a lo pobre, patatas asadas, migas, pucheros, paellas; tapas a base de carnes a la plancha o fritos y todos los etcétera que se nos ocurran.

Quizás lo que hace diferente el tapeo en Almería es que la tapa no se cobra como un extra sino que se incluye en el precio de la cerveza o el vino y que no hay prácticamente ningún bar en el que no se pueda elegir entre diez o más variedades de tapas.

O porque nadie pasa del ritual; ni el empresario, ni el ama de casa, ni el comerciante, ni la oficinista. El tapeo es un acto en el que se encuentran los viejos amigos y se consolidan las nuevas amistades y a partir del cual se han sellado no pocos negocios. Tapear es parte de la vida cotidiana almeriense como forma parte del diario de muchos lugares del país.

Siguiendo la costumbre (y hay hábitos que los inmigrantes no rechazamos, es más, hacemos nuestros), llegué con mi marido a Casa Puga, otra tradición en Almería.

¿Tango entre tapas?, el Río de la Plata diseminado en acordes arrabaleros entre jamones y quesos y confundiéndose con el humo de exquisitas parrilladas de mariscos y pescados.

No es común. No suele haber más bullicio en Casa Puga que las voces de los parroquianos, por eso por un momento pude llegar a pensar que estaba en un nuevo establecimiento del Mercado del Puerto.

Un rincón que había importado costumbres hispanas, más aún si se puede, de las que ya hemos asimilado en nuestra corta historia de colonizada Banda Oriental y progresista país abierto a emigrantes de todo el orbe.

Algo no cerraba bien aquel cuadro pero los acordes del 3x4 eran inequívocos.

Faltaba el bandoneón que era sustituido por el acordeón, pero estaba la guitarra, tan universal ella como resulta ser La Cumparsita, aunque no se sepa ni dónde queda el Río de la Plata, ni siquiera se entienda bien el sentimiento tanguero ni se tenga mucha idea de qué es lo que se está interpretando.

Es música, y la música es la primera y más grande globalización del mundo.

¿Qué importaba entonces que los intérpretes fueran rumanos?

A mi también me asombró cuando los que yo creí argentinos resultaron ser inmigrantes de un país que está ubicado al sudeste de Europa, vecino de Ucrania, Moldavia, Hungría, Yugoslavia y Bulgaria e incluso con playas sobre el Mar Negro.

Un país tan distante a nuestras costumbres que tuve que recurrir al mapa para saber desde donde habían llegado Roman Gecioge y su acordeón y Román Legonar con su guitarra y quizás muchos sueños, hoy tan  irresueltos que los han llevado a interpretar un tango por unas monedas.

Si quizás ni siquiera sepan, que sobre las costas del río más ancho del mundo se baila esa música, la misma  que de tan universal, ni siquiera sabían muy bien qué era un tango.

 


Graciela Vera
Almería, en el sur del norte, abril 14 de 2005

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